febrero 15, 2010

Un Hombre Lobo Traiguenino en Angol

Ahora, en este febrero demencial y cumplidos ya los treinta años, me he convertido en un proscrito, en un prófugo y en un traidor, siento que tengo que confesar varias cosas. Para ser honesto con aquellas personas a quienes conocí, que ahora son parte de mi pasado. Aquellos que compartieron conmigo, que rieron a mi lado, que trabajaron junto a mí. A aquellos a quienes les desnude el alma. Por ellos decidí escribir esta crónica. A quienes me conocieron, por primera vez quiero sincerarles mi alma, y mostrarme ante todos tal cual soy. En las siguientes paginas, que pueden parecer el delirio de un demente, o frases desperdigadas recogidas al azar por una mano infantil, esta la clave para entender lo ocurrido en Angol, aquella fatídica noche de verano, recordada por todos y entender las verdaderas causas de mi extraña desaparición. Tal vez el titulo pueda parecer cómico y altisonante, pero la relación que guardan algunos aspectos de mi vida, con los hechos narrados en la película de 1981, “Un hombre lobo americano en Londres”, os hará entender más acerca de mi perpetuo aislamiento, mi búsqueda de la soledad, mi ansia devoradora de conocimiento y las razones porque no me ausentaba de Traiguén más allá de lo estrictamente necesario. Establecida ya esta breve introducción paso a narrar la primera parte de mi vida, aquella que he añorado muchas veces en estos últimos nueve años.


PRIMERA PARTE
De mi fascinación por la Luna y lo que era mi vida antes de esa Noche


Debo reconocerlo. Siempre he sentido fascinación por la Luna Llena. Ya no recuerdo cuando fue la primera vez que me escabullí una noche, y embelesado la admire hasta el amanecer. Debió ser en mis primeros años, pues es uno de los primeros recuerdos del que tengo conciencia. Una noche tibia. Solo yo y ella.
Será por esa secreta pasión que mire con horror, todas y cada una de las paginas de un libro que recibí de regalo en mi cumpleaños número siete. Era un libro sobre el viaje del Apolo XI, de la Tierra a la Luna, el 21 de julio de 1969, once años antes de mi nacimiento. Ya conocía ese evento desde hace mucho y había divisado también alguna que otra foto de las más famosas. Pero ver retratado, con tal nivel de detalles, la áspera piel de mi enamorada, en grises fotografías que la mostraban paupérrima y sin vida, me produjo tal sensación de repugnancia y rabia a la vez, que sin poder contener mi ira, lancé el libro por los aires y en represalia destruí el árbol de Navidad, con mis propias manos, ante el atónito asombro de toda mi familia. Es cierto, les eché a perder la fiesta a todos, pero bien valía la pena el título de aguafiestas, por haberme revelado el cruel secreto de la Luna. Decirle a un niño de siete años que la seductora silueta de su enamorada, no era nada más que las frías cicatrices de mil impactos estelares, tiene su precio. Desde ahí comenzó un paseo que duro todo un año, por psiquiatras, psicólogos, y demás profesionales que ni recuerdo. Me hicieron mil análisis y el diagnostico final fue concluyente: “es un niño sano, bastante inteligente para su edad, tanto que es capaz de manipular a sus padres con sus rabietas”. A pesar de esto, me negué a creer en la cruel realidad plasmada en el libro y una vez de vuelta a casa, tome el libro, salí al campo secretamente de noche y corrí hasta que mis pulmones se quedaron sin aire. Solo en el descampado, destroce el libro con mis manos, con mis dientes, con mis pies. Me ensañe con cada una de sus fotografías y no descanse hasta verlo reducido a minúsculas partículas. Solo ahí retome la calma y el control de mi mismo, sintiéndome tranquilo y aliviado. Dejando atrás la ira contenida y asumiendo que no debía volver a perder el control en público. No tenía ganas de ser sometido otra vez a más análisis. Ese sería mi secreto, compartido solo por la Luna, que me observaba vigilante desde lo alto. A partir de esa noche aprendí a contener mis ataques de ira, dejándolos fluir solamente cuando no me encontraba acompañado y con algo que destruir a la mano. Era mi ejercicio. Algunos hacen yoga. Yo corría, destruía objetos y gritaba hasta quedar ronco, una vez cada cierto tiempo. Siempre solo, en el campo y de noche.
La verdad revelada en el libro cayó en mi corazón infantil como un saco de cemento. A pesar de esa realidad, tan palpable como la tierra bajo mis pies, pero a la vez tan lejana como el sueño de un moribundo, seguí adorando a la Luna desde mi ventana. Por eso, cuando llegue a la adolescencia me atreví a ir más allá. Desde los catorce años, todas y cada de las trece noches al año en que la Luna, se me mostraba en toda su esplendorosa desnudez, me escapaba a hurtadillas de mi casa, cuando todos dormían y cuando Ella se encontraba en lo mas alto del cielo nocturno. Vagaba por el campo, buscando el mejor paraje desde donde memorizar todos sus detalles. Mi amada no es como la tierra, que permanece. Ella es cambiante, por eso, cada mes tenía que buscar un lugar distinto desde donde poder observarla con más detenimiento. Me pasaba horas mirándola, adivinando como sus rayos de descomponían en mil colores al pasar sobre una nube difusa, tratando de aprender cada recoveco de su fisonomía. Me quedaba sentado, solo en el campo, hasta que su faz se volvía difusa y el cielo era invadido por estrías rojas. Ante esas señales inequívocas del amanecer, me despedía de mi amada y regresaba corriendo a mi casa, a meterme en mi cama, y disimular que había pasado la noche dormido.
Cuando estaba nublado, esperaba a que un pedacito de cielo me mostrara su imagen aunque fuese solo un segundo. Con eso era suficiente. Y si llovía, me empapaba dichoso, pensando en que cada gota caída del cielo, era una lágrima derramada por Ella, al verse impedida de divisarme entre tanta nube oscura. Aquellas noches, en que me quedaba esperándola, componía poemas y canciones en su nombre, recordándola e imaginado su fiel mirada sobre mí en aquel minuto.
Nadie sospechó nunca sobre mi secreta agonía de amor. Ni mi madre, ni mi abuela, ni aquellas esporádicas jovencitas con las que salí durante aquel tiempo. Ni mis primos y primas, quienes me conocen mejor que nadie. Si alguien de mi familia llegó a sospecharlo, nunca nadie lo menciono, pensando que debía tratarse de otras de las locuras de aquel jovencito lector.
Cuando llego la edad de abandonar el campo, me marche a Temuco a estudiar. Nunca falte a una cita con Ella, esas noches para mi eran sagradas. Invente excusas incluso para aquellas en las cuales los estudios me obligaban a permanecer recluido dentro del Hospital una noche completa.
Nunca tuve miedo de la noche. El campo donde me crié era solitario y seguro. No temía a las alimañas del campo, ni a los bandidos de la ciudad. Sentía la protección de Ella en cada uno de sus pasos. Era tanta grande mi amor por la Luna, y tan extensa se hacían las noches esperándola que pensé que mi angustia decoraría mi espíritu y que debería conformarme de una vez por todas con una amante mortal. Escogería a una mujer blanca y misteriosa, para ver reflejado en ella, aunque pálidamente la inconmensurable belleza de mi amada inmortal. Con tanto ahínco, me pase las noches escarbando el cielo buscando un gesto, una señal. Tan profunda fue mi devoción, que uno de sus hijos respondió a mi plegaria.
Recuerdo que fue una noche de verano como cualquiera. Tenía 21 años y aun me quedaba faltaba para terminar la Universidad. Fue en la casa de mi familia, en el campo cercano a Traiguén, donde transcurrió mi infancia y donde solía pasar las vacaciones. Salí, a mi cita nocturna, después de medianoche, una vez que todos se hubiesen dormido. Me abrigue un poco y me las enfile por el sendero que salía de la casa hacia el cerro más alto. Estaba despejado así es podría contemplar la Luna de una forma especial, casi como si la pudiese alcanzar con mis dedos.
Comencé a notar algo extraño apenas me aleje de la casa. Hubo una época, después de lo ocurrido esa noche, en la cual pensé, que ante aquellas pequeñas señales, debí haber desandado el camino y volver a mi casa. Según creía yo, con solo tomar esa decisión, me hubiese evitado noches de angustia y dolor, noches eternas de sufrimiento, de contener ansias y deseos. Pero, a los veintiún años, después de tantos años asistiendo a mi cita mensual, jamás hubiese concebido siquiera ausentarme una noche de Luna Llena y conformarme con mirarla desde la ventana. Ahora se que hubiese, que regresar o continuar mi camino, significaban el mismos destino. Ya estaba marcado desde hace mucho. Hace varios años que mis correrías nocturnas no eran solitarias como yo pensaba. Era observado, era analizado y finalmente fui aprobado. Si no era esa noche, podría haber sido cualquier otra.
Repentinamente la noche veraniega comenzó a plagarse de una niebla infesta. No era una niebla normal, era un vaho que se arrastraba por la tierra de forma repugnante y parecía enlentecer mis pasos. No le di mayor importancia y continúe mi marcha por ese sendero que ya comenzaba su ascenso. La Luna me guiaba y su luz me hacia ignorar los extraños sonidos a mí alrededor: ramas quebrándose, arbustos moviéndose violentamente, correteos repentinos. Dos o tres veces, al sentir un tibio aliento en mi nuca, debí darme vuelta y mirar quien me seguía, si eran mis primos gastándome alguna broma o mi madre furiosa que salía tras mis pasos. Nadie. El camino continuaba solitario e invadido por la niebla. Al pasar bajo unos tupidos maitenes la luz de la Luna se perdió por unos instantes. Poco más allá un bosquecito de cipreses tupió más y más mi visión hasta que, sin proponérmelo, me encontré caminando en medio de la oscuridad. Solo al final, veía una pálida señal luminiscente. Hacia allí corrí, sintiendo por primera vez en mi vida miedo de la noche.
No alcance a salir del bosquecillo. Algo me cortó el paso de pronto. Solo vi una enorme sombra apareciendo abruptamente en el camino. Se movía despacio, pero con agilidad, contando cada uno de los latidos de mi corazón. Comenzó a rodearme y a acercase sigilosamente hacia mi. A menos de un metro, pude sentir el sofocante halito que me desprendía. Antes de poder distinguir bien su forma, divise dos puntos rojos, pequeños al principio, casi invisibles, pero volviéndose mas reales y tangibles con cada centímetro de distancia que ganaban hacia mí. Eran dos ojos, de forma alargada y siniestra pupila oscura. Lo que un principio creí se trataba de un iris rojizo, en realidad eran escleras invadidas de derrames sanguinolentos. Entonces su forma se me hizo visible en todo su horrible esplendor. Era una bestia, de eso no cabía duda. Pero era una bestia como jamás vi antes. Aún agazapada ante mi como estaba, se veía enorme, de pelaje oscuro, fauces abiertas y mirada hostil. Quieto, sabiendo que la fiera estaba tan cerca de mí que podía distinguir iris de pupila, me preguntaba estúpidamente porque no me atacaba de una vez. Detuve mi respiración y hubiese querido tener la facultad de silenciar los latidos de mi corazón, pues retumbaban cual tambores de fiesta en aquel silencio sepulcral. Un aire gélido como la muerte jugueteo con las ramas de los cipreses sobre mi cabeza. La bestia no se movía. Con la poca entereza que aún conservaba di un paso atrás y el animal se sobresalto. Devoró, al instante, los pocos centímetros que lo separaban de mí y sentí su fría nariz rozándome las mejillas. Caí hacia atrás, como si la misma niebla me hubiese hecho una zancadilla con sus tentáculos etéreos. De espaldas en el suelo, me sentí presa segura. Apreté mis parpados y me prepare a sentir unas fauces hambrientas devorándome. Solo pedí a mi amada Luna, si aún podía mirarme a través del bosque, que la bestia se abalanzará primero sobre mi cuello, que seccionara mi yugular y me diera una muerte instantánea. Mis estudios en anatomía me convencían, en aquello segundos interminables, de lo insoportablemente horrible que sería, si la fiera decidía comenzar a morderme por el abdomen, rasgando mis vísceras, impidiéndome gritar y cegándome la vida de una de las formas mas dolorosas de morir que existen.
Pensando en esto, abrí los ojos, enojado con aquel animal insensible, que prolongaba mi agonía mental, sin decidirse a devorarme o dejarme. Esperando que todo se tratase de una jugarreta de mi imaginación, despegue mis parpados nerviosos, rogando que solo estuviera allí la noche vacía del bosquecillo de cipreses.
Pero no. Ahí estaba aún. La bestia, agazapada sobre mí. Mirándome, dominándome, conociéndome. Apenas abrí los ojos, la tuve tan cerca que creí que mis peores pronósticos estaban errados, que no comenzaría por el cuello ni el abdomen, sino que me apretaría la cabeza con sus fauces y devoraría mis sesos, degustándolos y desperdigándolos en aquel sendero perdido del campo familiar. Sentí una vez mas su aliento tibio quemándome los labios. Tan abruptamente como apareció, saltó sobre mi cuerpo temeroso, me rodeo como marcando su territorio y se coloco nuevamente frente a mi. Entonces profirió el más siniestro y aterrador aullido que había oído hasta ese minuto. Ni siquiera tuve fuerzas para llevar mis manos a las orejas. A pesar que aquel sonido pretendía reventar la poca cordura que aún conservaba, una extraña fuerza instintiva en mí, hizo que buscara algún pequeño rastro de belleza. Era un aullido armonioso, combinaba a la perfección con la noche, la luna y el miedo.
Y ya no me quedaron dudas. Lo que en un principio tome por un zorro, después por un puma, al rato por un perro furioso era en realidad un lobo. Pero ¿que hacía un lobo de pelaje negro en Traiguén? ¿No estaban extinguiéndose en el resto del mundo? ¿Se habría escapado de algún circo?
Todas estas preguntas formuló mi febril cerebro, durante el tiempo que duro el aullido. En silencio, esos ojos horribles me miraron una vez más y el lobo desapareció por el bosquecillo como si la oscuridad de la noche lo hubiese devorado.
Ahí me quede. Petrificado de terror. Con los pantalones mojados y el corazón a punto de explotar. Alrededor mío la noche retomó todos sus sonidos, si es que en realidad los silenció alguna vez, el gorgoteo del agua cercana, los grillos y ranas cantándole a la noche, el viento silbando en lo alto. Solo la niebla pegajosa parecía obstinada y no tenía intenciones de desaparecer. No puedo calcular cuando tiempo estuve sentado en el camino, en la misma posición en la cual me acechó el lobo. Pudieron ser instantes lo mismo que horas. Cuando mis latidos se hicieron rítmicos y regulares, decidí ponerme de pie. Sentí mis glúteos húmedos y, aunque parezca irreal, para ese momento, reí a carcajadas pensando en como explicaría a mi madre, el haberme orinado en los pantalones a los veintiún años. Di la vuelta para regresar a mi casa, abandonando todo intento de ver a mi amada por esa noche y las sucesivas, cuando ocurrió.

Solo sentí un rugido a mi espalda y el peso enorme de una embestida brutal. Caí otra vez al piso, pero esta vez di con mi nariz en la tierra. Sentí un reguero de líquido tibio discurriendo locamente hacia mi boca. Era mi sangre. Repentinamente en la parte superior de mi espalda, comencé a sentir un ardor, transformado prontamente en dolor, cuando el lobo clavó sus dientes allí, cerrando sus mandíbulas sobre mi hombro. Sentí como me quebraba la clavícula, como me dislocaba el humero, como se desastillaba mi escápula. Sin soltarme esas poderosas fauces me levantaron en vilo y con una fuerza brutal me arrojaban contra el tronco de un árbol. Creí sentir mi columna rompiéndose con el impacto. Con mi último aliento vi la bestia abalanzarse sobre mí, con mirada mortal y sus fauces escarlatas, rogando por mi sangre. Antes de cerrar los ojos y entregarme a la muerte, pensé en las fotos de aquel libro de mi infancia. Debí creer en ellas. Esa era la verdad. La Luna esta muerta y su mirada embustera nunca me amó. Tras ese pensamiento efímero, todo fue oscuridad.